Jesús el más grande líder de la historia
Por Leonel
Fernández
Hace más de dos
mil años que habitó entre nosotros. Su vida pública fue sumamente breve. Se
extendió únicamente por un período de tres años. Tenía un equipo de colaboradores de escasamente doce personas. A la hora de su muerte, sus partidarios no excedían de varios
centenares. No dejó nada escrito.
Sin embargo, con
más de mil millones de seguidores en la actualidad, en todas las regiones del
planeta, de todas las razas y lenguas,
es, sin duda alguna, el más grande líder de la historia. El más trascendente de
todos los tiempos.
Se llamaba
Jesús. Había nacido en un pesebre, en la ciudad de Belén, entonces bajo dominio
del Imperio romano. Su padre era un carpintero, de nombre José, y su madre,
María, quien, de acuerdo con las sagradas escrituras, había concebido a su hijo
por obra y gracia del Espíritu Santo, dándole de esa manera, carácter divino.
Desde su
nacimiento, Jesús generó inquietudes y temores. El Rey Herodes, el Grande, se
vio particularmente conmovido cuando unos magos, llegados desde el Oriente, le
declararon haber venido siguiendo una estrella con la finalidad de adorar al
Rey de los Judíos, que acababa de nacer.
Ante esa noticia
Herodes trató de engañar a los magos para que le revelaran el lugar exacto del
nacimiento de Jesús, pero cuando no le fue posible, se enojó y mandó a matar a
todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus
alrededores.
Esa medida, tan
atroz y cruel, de querer eliminar a un niño que todavía no podía representar
una amenaza real al poder establecido
era una prueba inequívoca, sin embargo, de la preocupación que tenían las
autoridades romanas ante cualquiera que pudiera representar un desafío al orden
de dominación colonial que sostenían en esa época sobre los actuales
territorios de Israel, Palestina, Jordania, Siria y el Líbano.
Jesús logró
evadir el exterminio debido a que sus padres fueron advertidos por un ángel que
les indicó que huyeran a Egipto, donde se establecieron hasta la muerte de
Herodes. Luego, retornaron a Israel, estableciéndose en Nazaret, una ciudad
pobre, ubicada en la región de Galilea.
Liderazgo de
Jesús
Antes del
nacimiento de Jesús, hacía siglos que el pueblo de Israel esperaba la llegada
de un Mesías, esto es, de un salvador, un gran profeta o un gran rey. Eso
aparece consignado en varios textos del Antiguo Testamento, especialmente en
las profecías de Isaías, Jeremías, Zacarías, Miqueas, Oseas y los Salmos.
El que ese
Mesías, tan largamente esperado fuera Jesús, quedó establecido, entre otros
actos, en el del bautismo, realizado por Juan el Bautista. En esa ocasión,
recibió una señal divina que según se narra en el evangelio de San Lucas
consistió en que “el Espíritu Santo descendió sobre él en forma paloma, y vino
una voz del cielo que decía : Tu eres mi hijo amado; en ti tengo complacencia.”
Por supuesto,
eso no fue admitido por todo el mundo; y esto así, debido a que el Mesías que
se estaba esperando no era precisamente
el hijo humilde de un carpintero que montaba sobre el lomo de un asno. Se
consideraba que el Mesías esperado debía
tener el linaje y la estirpe de un rey, que de acuerdo con el criterio de esos
sectores, no era el caso de Jesús.
Luego de su
bautismo, Jesús fue llevado por Dios, su padre, al desierto, donde ayunó por
cuarenta días, y al culminar ese período de consagración fue tentado por el
diablo, al cual rechazó.
A partir de ese
episodio, a la edad de treinta años,
empezó a organizar un grupo de discípulos, a predicar por distintos
pueblos, y fue entonces cuando verdaderamente emprendió su causa en favor de la
salvación de la humanidad, ofreciendo el perdón de los pecados, la vida eterna
y el reino de los cielos.
El liderazgo de
Jesús empezó a desarrollarse a partir de sus mensajes simples y sencillos, transmitidos
en forma de parábolas, y en los múltiples milagros que realizaba para sanar a
los enfermos, expulsar los espíritus impuros, realizar resurrecciones, multiplicar los alimentos y ejecutar
prodigios de la naturaleza, como caminar sobre las aguas y ordenar calma a las
tempestades.
Su doctrina
revolucionaria de solidaridad en favor de los pobres y oprimidos, quedó
elocuentemente plasmada en el Sermón de las Montañas, en el que, entre otras
cosas, abogó en beneficio de los que
tienen hambre y sed de justicia, de los que sufren dolor, de los vituperados y
calumniados, y de los que son perseguidos de manera injusta.
Las acciones y
mensajes del Cristo suscitaban el interés de multitudes que se agolpaban por
doquier para recibirle. No obstante, esa popularidad e influencia comenzó a generar recelos y suspicacias en
los líderes de las sectas religiosas de
los fariseos y saduceos, al igual que en las autoridades políticas romanas.
Ante eso, lo
primero que hicieron fue tratar de desacreditarlo moralmente a través de
calumnias, como las de que Jesús era “un hombre comilón, y bebedor de vino,
amigo de publicanos y de pecadores.”
Naturalmente,
todo eso no era más que una gran falacia.
Pero la idea de que Jesús era amigo de los publicanos procuraba
trasladarle el desprecio que el pueblo judío sentía por éstos, ya que en su
calidad de cobradores de impuestos abusaban de sus funciones, actuaban de
manera arbitraria y extorsionaban y chantajeaban.
De las calumnias
a la crucifixión
Con el tiempo,
Jesús volvió a Nazaret, donde no fue bien recibido por quienes ya se le
oponían, generando aquello de que nadie es profeta en su propia tierra. Se
trasladó a Capernaum, en la costa Noroeste del mar de Galilea, que convirtió en
su centro de operaciones.
Desde allí
continuó avanzando en su proyecto,
desarrollando su ministerio, venciendo las calumnias y trabajando en favor de
los más necesitados, mientras las autoridades religiosas y políticas de la
época incrementaban sus planes para
destrozarle.
Las razones que
motivaban esa animadversión estaban relacionadas con el hecho de que ellos
consideraban que Jesús era una amenaza para sus intereses, los cuales estaban
estrechamente vinculados al poder de los romanos y a la preservación a toda costa del orden
social injusto prevaleciente.
Luego de su
entrada triunfal en Jerusalén, en la que
Jesús es recibido con ramos de oliva y proclamado como Mesías, la situación de conflicto se agravó y condujo a
las distintas autoridades religiosas a reunir el Sanedrín, el consejo de
ancianos, con la finalidad de arrestarle y entregarle a los romanos para que lo
ejecutaran.
Lo que continúa
es altamente conocido por el mundo cristiano. Jesús comparte con sus discípulos
lo que se conoce como la Última Cena, en la que advierte que uno de ellos,
Judas Iscariote, le traicionará.
Así sucedió; y
Jesús fue apresado en el jardín de Getsemaní, acompañado por
varios de sus discípulos, que se durmieron, a pesar de que su encomienda era la
de mantenerse vigilantes. Al venir la turba que agredió y detuvo al Maestro,
salieron huyendo, abandonándolo.
Sólo Pedro se
ocultó y le siguió. Pero tal como lo había vaticinado el propio Jesús, le negó
en tres ocasiones, antes de que cantara el gallo. Los líderes religiosos, bajo
la dirección de Caifás, no encontraron ninguna falta atribuible a Jesús. Aún
así, lo remitieron ante la autoridad judicial, presidida por Poncio Pilato,
para ser juzgado y condenado.
Pilato encontró
que Jesús era inocente. Que no lo podía condenar. Sin embargo, no lo
descargó. Tampoco ejerció su facultad de
liberar un preso, en este caso, a Jesús, como correspondía, sino que
atemorizado por una multitud que protestaba, de manera irresponsable delegó en
ésta su decisión.
Aconteció lo
insólito. La multitud, que tan sólo días antes lo aclamaba y vanagloriaba,
ahora, actuando bajo el influjo y la manipulación de los sumos sacerdotes,
cambia radicalmente de actitud, y prefiere liberar a Barrabás, un delincuente
de baja ralea, en lugar del Hijo de Dios.
Poncio Pilato se
lavó las manos. Pero con su actitud cómplice permitió que Jesús, luego de
innumerables suplicios y maltratos, con una corona de espinas en la frente,
fuese conducido al Gólgota, donde murió en la cruz.
Ante la burla de
los incrédulos, el sarcasmo de los soldados y el corazón desgarrado de su
madre, María, le clavaron una lanza que
traspasó su costado, brotando sangre y agua. A la cruz se le incrustó una placa
que en hebreo, griego y latín, decía: “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos.”
Al tercer día
resucitó de entre los muertos, y hoy mora, para siempre, entre los vivos.
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