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Presidente, retire eso




Muchos funcionarios del gobierno de Luis Abinader entienden que el presidente tiene que inmolarse por ellos, y no al revés. Esta concepción distorsionada de la jerarquía del poder explica que, frente a cada desliz, impertinencia o metida de pata de alguno de ellos, sea Abinader quien tenga que salir a exponerse y sacrificarse.

El mejor activo del gobierno es el presidente, y así como su capacidad de trabajo es admirable, sorprende también cómo resulta incombustible ante la cantidad de fuegos a los que ha debido exponerse por culpa (y en nombre) de otros.

A 64 días de iniciado su segundo mandato, pese a obtener un 58% del voto popular, su gobierno luce acorralado y a la defensiva.

Con mucha responsabilidad el presidente hizo lo que había que hacer, cumpliendo lo prometido antes de ser reelecto; modificando la Constitución para enterrar por siempre la funesta reelección; iniciando un proceso de reformas que procuran mejorar la estructura del Estado; impulsando una reforma fiscal a la que todos le habían sacado el cuerpo.

Con valentía y sentido de Estado Abinader depositó en el Congreso su propuesta de modernización fiscal, pero, pese a todos los sectores coincidir en la necesidad impostergable de hacerla, ahora casi todo el mundo está en contra y el gobierno ha perdido el control del relato.

Las declaraciones del presidente –asegurando que la reforma se hará sobre la base del diálogo y el consenso– reiteran su talante democrático, y evidencian también que la decisión de impulsarla se hizo sin haber agotado previamente ese proceso, o, peor aún: que a nivel de Hacienda no se hicieron todas las discusiones y acuerdos necesarios; como también a nivel de comunicación estratégica seguramente se le garantizó que la campaña a ser desplegada salvaría todos los escollos y haría que la gente la aplaudiera… Ni lo uno ni lo otro.

En cualquier otro país el ministro de Hacienda y el director de la DIECOM habrían puesto sus cargos a disposición del presidente. La construcción de consensos era un requisito ex ante, no ex post; había que explicar y comunicar, no hacer propaganda. Si los impuestos son impuestos (que lo son), al menos el diálogo/debate previo habría salvado las formas, blindando el fondo.

Ahora, sólo el presidente tiene la autoridad moral para retomar el control del proceso y evitar que la reforma naufrague en la turbulencia mediática… o que la oposición la use de martillo. Aunque le digan lo contrario, a medida que pasen los días se sumarán nuevos gremios, ciudadanos, protestas… cacerolas; y, por más votos que se tengan, una aprobación impuesta, lejos de ser una victoria, será una derrota moral.

El presidente no tiene que pensar en el 28, pero si en la historia. Retirar el proyecto de ley, abrir las puertas de Palacio, el CES o cualquier instancia; discutir, dialogar, consensuar, etc., generaría un proyecto con suficiente legitimidad para que el gobierno pueda impulsar la reforma fiscal que el país necesita.

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