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Reforma: Disonancia impositiva y reacción social




Gracias al genio inescrutable de Champollion (1790-1832) sabemos que más de 3 mil años atrás, encriptados entre piedras y jeroglíficos del antiguo Egipto, los impuestos y las exenciones fiscales fueron comunes durante el período faraónico. Aquellas inscripciones, además de ordenanzas sagradas, contenían los primeros tributos en el delta del río Nilo, seno de una civilización milenaria, cuyo esplendor permanecería intacto hasta la llegada de los persas (525 a.C.) y, tiempo después (331 a.C.), la conquista de Alejandro Magno.

De esos polvorientos caminos, la palabra “impuesto” guardaría el peso semántico de una obligación ineluctable; entre desacuerdos y justificaciones que al final se tradujeron en cargas tributarias, por lo general, desigualmente repartidas. 

Tajante y cautelosa, la frase “Al César lo del César y a Dios lo que es de Dios”, contada en el Nuevo Testamento (Mateo: 22:21), fue bordada con ecuánime sapiencia y sutileza magistral por el mismísimo Jesucristo que, a parte de la fe, rubricaba el deber impreso de cada feligrés a tributar.

Dos grandes revoluciones, la americana (motín del té, 1773) y la francesa (impuesto al pan y crisis fiscal,1789), estuvieron precedidas de penalidades impositivas que, insoportables para los pobladores, se convirtieron en el combustible que incendió dos praderas de la historia, cambiando el destino humano para siempre.

Lo cierto es que nunca ha habido buenos tiempos para pagar malos impuestos.

Algo que empeora cuando, en determinados contextos, riñen frontalmente con la misma lógica recaudatoria. El Estado, botarate irremediable, pródigo en fanfarrias, juergas y charangas populistas, gasta a diestra y siniestra; luego, mediante el constreñimiento o la coacción hecha ley, recoge plata donde sólo quedan deudas crónicas y compromisos impagables.

Por esta, y otras no menos incontestables razones, con alternativas discutibles, el Estado carece de vocación moral para exigirlos o imponerlos sin ninguna distinción. En nuestro país el asunto reviste características inenarrables. El ascenso social es una lotería itinerante: la gente sobrevive sorteando asimetrías y privilegios que, por el grado de versatilidad y postergada vejez, son tan antihistóricos como irritantes.

El gobierno funciona como un Ogro insatisfecho, donde pagan más impuestos los que pueden poco y ganan menos.

Pero el vocablo exención, que no es del todo “mala palabra” (espeta Andy Dauhajre con monumental desparpajo), describe también un patrón injusto y distorsionado, balanceándose con desequilibrios y prebendas, eternizado en el tiempo y extraído de cada bolsillo dominicano. Sufrimos, si así pudiéramos llamarla, una economía psíquica o disonancia impositiva: una de las más bajas presiones tributarias del continente (14%) coexiste con otra tasa informal, paralela, de elevadísimos gastos para todos los ciudadanos.

Cuando el pasado 7 de octubre, 4:30 de la tarde, en su acostumbrado cenáculo (La Semanal), Luis Abinader anunció el paquete impositivo denominado “Ley de Modernización Fiscal”, la reacción social, instantánea y concluyente, no se hizo esperar. Junto a sectores medios, bajos y los más vulnerables del escalafón social, escuchamos el coro estridente de los privilegiados y beneficiarios de las más largas y antiguas exenciones fiscales, los empresarios.

Tildaron de “agresivo, regresivo y abusivo”, el prospecto de reforma que, entre otros renglones sensitivos, desmontaría las arcaicas exenciones, gravaría más de 100 productos de la canasta básica con el ITBIS y aumentaría el impuesto a la propiedad (IPI)…

Impedido de volver a gobernar, el mandatario se jugaba no solamente simpatía y prestigio personal, sino gobernabilidad, y, en consecuencia, la suerte de otros compañeros y aspirantes de su partido gobernante. Precedida de cacerolazos, campamentos y hasta velas encendidas, la reforma resbaló cuando estaba naciendo todavía.

Superabundante en epítetos, lugares comunes y denuestos, el Congreso fue el redondel elegido para conocer las “vistas públicas.” Tironeados, los legisladores recibieron, cara a cara, una andanada fulminante de insatisfacciones furibundas que procedían de cada sector, de todo lado.

A más que reparar sobre la “Modernización Fiscal”, el grueso de las intervenciones, fuego cruzado y bombardeo sin pausa retumbó en la casa y los oídos de los honorables, señorío de tantas ventajas odiosas y privilegios malsanos. Presenciaron la más redonda y absoluta reprobación, en avalancha. Enrostrándoles, con vehemente mordacidad, su grosera posición de ralea exclusiva y condición privilegiada.

Con cada exposición -apenas 3 minutos- los representantes oficialistas, azorados, soportaron estoicamente el desfile de las balas verbales y de los gestos desnudados. La gente, envalentonada, tumbó la reforma; Abinader, sin más, la retiró del fogonazo.

¿Y ahora qué? Volvimos al mismo agujero fiscal (3% del PIB), tanto o más preocupante, con limitadísimos entendedores y sin ningún heroísmo acompañante…

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