Bonos sin protección social
En diversas ocasiones hemos advertido sobre la escasa comprensión que existe en torno al concepto de protección social y las características que lo diferencian del asistencialismo. Se trata de una discusión académica compleja, que despierta poco interés en el público general, en parte por su naturaleza técnica y, a veces, por resistencia conceptual. Esto desvía el enfoque del verdadero propósito de la protección social como política pública: proteger a los más vulnerables durante sus momentos de dificultad, con el objetivo final de promover su autosuficiencia en el mediano plazo.
En un país con profundas brechas sociales como el nuestro, donde la desigualdad es parte del panorama cotidiano —como ocurre en gran parte de América Latina—, defender una política de protección social alejada del clientelismo se vuelve un desafío titánico. Frecuentemente, el debate se transforma en una pugna política innecesaria, deslegitimando programas que, según la evidencia científica, han demostrado ser eficaces, aunque no siempre sean bien comprendidos o comunicados en el discurso político.
El daño causado a los programas de protección social cuando se implementan sin sustento técnico ni evaluaciones de impacto es incalculable. Un ejemplo reciente es el programa de bonos navideños o “la brisita” implementado por el gobierno actual. Desde su creación, el programa ha recibido críticas, no por el hecho de que el Estado preste apoyo a los más necesitados durante la Navidad —una acción legítima y necesaria—, sino porque su diseño revela una lógica asistencialista y nada transparente y no una estrategia de protección social integral.
El resultado ha sido un programa cargado de denuncias de fraude, con bases de datos poco confiables y un sistema que genera incentivos perversos. Al tratarse de un beneficio en efectivo, utilizable en cualquier comercio y sin restricciones claras por categorías de productos, ha habido múltiples casos de uso indebido. Se han reportado personas que reciben el bono sin necesitarlo o incluso quienes lo utilizan varias veces, mientras los repartos presenciales provocan aglomeraciones y disturbios similares a los que ocurrían en los antiguos repartos de cajas del Plan Social.
Habría bastado con depositar el beneficio directamente a las personas que ya tienen la tarjeta, que ahora se denomina Supérate, que según datos oficiales llega a 1.4 millones de personas, y el resto depositarlo en las cuentas en el sistema financiero de los beneficiarios identificados en la Tesorería de la Seguridad Social con un sueldo menor a treinta mil pesos. Lo que se ha implementado es una tarjeta prepago y desechable, que tiene un alto impacto medioambiental, asistencialismo regresivo y, lo peor, el altísimo costo de emisión, que no sabemos a quién beneficia.
Además, aunque se anunció que “la brisita” beneficiaría a tres millones de dominicanos, el Plan Social ha continuado sus repartos tradicionales de cajas y bolsas de alimentos, evidenciando la ausencia de una política pública integrada que aprenda de las reformas administrativas impulsadas desde inicios del siglo XXI.
Finalizado el asueto navideño, será necesario plantear preguntas críticas sobre esta política: ¿A quiénes realmente impactó? ¿Dónde se utilizaron los recursos? ¿Cuáles fueron los patrones de consumo? ¿Quiénes participaron en la distribución? ¿Cuántas tarjetas o bonos quedaron sin entregar?
Responder estas preguntas será clave para evaluar si “la brisita” fue una política pública efectiva o simplemente un recurso asistencialista de corto plazo, desaprovechando oportunidades para fortalecer un sistema de protección social sostenible, transparente y basado en derechos.
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